Alcides Blester abrochó su camisa y bajó al laboratorio. Cerró tras de sí la pesada puerta de madera. En la retorta hervía un líquido espeso, amarillento, turbio. Abrió el enorme libro sobre la mesa y comenzó a mezclar sustancias. Así había sido desde hace cinco años, desde que enviudó. Antes era un hombre alegre, un médico reconocido, altruista. Y tenía la particularidad de poder sanar el cuerpo y el alma, sea por la eficacia de sus medicinas, sea por la calidez de sus palabras, su capacidad de compadecerse de las dolencias ajenas.
Pero no le alcanzó para salvar a Dora, su mujer.
Era ella una mujer etérea, suave como la brisa, se movía con la gracia de las cortinas que se mecen con el viento, y olía siempre a flores.
Alcides no hablaba de ella, pero la amaba con locura, la adoraba, toda su integridad emanaba de ella, del mismo modo que los objetos reciben su forma y su color de la luz. Al morir Dora se apagó su luz.
Eso fue una mañana muy fría de agosto. La casa rezumaba de aromas. Las negras preparaban el pan, y el café y la madera de la leña danzaban en guirnaldas de perfume. Cuando llegó a desayunar, horas después de haber comenzado su tarea, el galeno notó con asombro y preocupación la ausencia de su mujer. Mandó por ella. Se escuchaban presurosos pasos por los pasillos de mármol, cuchicheos detrás de las puertas. Esperó. Pero el grito ahogado del ama de llaves lo alertó, y corrió con premura hacia su cuarto.
Lívida, tendida desnuda sobre las sábanas de seda yacía Dora. En las mesa de noche las pastillas y una nota. Mandó que todos salieran y permaneció por horas, solo, junto al cuerpo de su mujer.
No hubo despedida, ni funerales y nadie preguntó tampoco. La congoja como un pesado moho gris lo cubrió todo. Y así trascurrieron los días y las noches, como hasta hoy.
Se hablaba de locura.
Pocas veces acudía el doctor a asistir a algún enfermo, pero pocas veces también era requerido.
Pero esa mañana algo sucedió, algo a lo que aún no le encuentro explicación.
Alcides llamó al ama de llaves y dio, muy animado, instrucciones para que le preparasen el desayuno. Al cabo de un rato subió, se aseó, afeitó su barba, se acicaló como solo lo hacía cuando estaba Dora. Cundía el morbo en las miradas inquisidoras.
Se hablaba de locura.
Mandó que abriesen las ventanas y se vio una vez más al viento danzar con las cortinas.
Extrajo se su chaqueta un pequeño frasco, lo abrió apenas y se apiñaron las alondras en la ventana, el parque súbitamente se llenó de flores y una luz meridional invadió la casa.
Luego de desayunar besó al ama de llaves en la frente y se fue.
Algunos dicen que en sus largas noches de insomnio descubrió la caprichosa alquimia del alma y logró destilar allí la de su esposa.
A él no se lo vio más, pero la gente no dejaba de visitar la casa donde todo el año florecían los jazmines y cantaban las alondras.
Ale, cuánta belleza y poesía hay en este relato...casi siento el aire fresco... casi escucho a los pájaros... casi lo huelo te diría mientras lo leo...encantador!!!desde mi percepción me abrió como una ventana al alma...
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