Al principio dudó. No sabía si iría. La lluvia repiqueteaba sobre el vidrio empañado de la ventana que daba a la calle. La luz era mortecina aún. Era un amanecer dificultoso. Así pensaba, y toda esa tormenta se le antojó caprichosamente el testimonio de una lucha entre una noche que no se quería ir y un día que no negociaba su dignidad. Y allí estaba él, parado en calzoncillos frente a la ventana a través de la cual parecía mirar pero no veía. Parado frente a la ventana a través de la cual veía sólo dentro de sí mismo. Pero no podía pensar; las imágenes del sueño se revolvían en su interior, y por momentos giraban en torno a él invadiendo la habitación. La cama y el sueño, esa fugaz analogía de la muerte, lo invitaba a internarse nuevamente en su propia noche, desentendiéndose de cualquier mañana... de cualquier lucha. Pero entendió que después sería la culpa la que lo asediara, la que le punzara el alma durante el resto del día. ¿La culpa de qué?, no importa. La culpa. Cuando no hay argumentos la culpa los sugiere. Finalmente depuso la duda y optó por vestirse. Se movía lento sobre la alfombra verde de su cuarto. Estiró un poco las sábanas y el cubrecama y acometió la tarea de su aseo matutino. -Cuando cambie el tiempo y afloje un poco esta humedad de mierda voy a pintar-, pensó.
Con cierta premura armó el bolsito y partió hacia el club. Le gustaba la idea que no hubiera nadie, o casi nadie. La pileta enorme, climatizada, sólo para él. Y nadaría como quisiera, cuanto quisiera. Hasta que le piel le quedara arrugadita como un mondongo. Un adormilado bañero sentado en el extremo opuesto de la pileta, recostado en una raída reposera, lo saludó con cierto fastidio, con un ademán trabajoso, de compromiso. Pero él no reparó en eso.
Solía meterse despacio, dejando que su cuerpo se fuera adaptando a la temperatura del agua. Dejando que el agua se fuera adaptando a su cuerpo, de una manera suave, armoniosa. Sin violentar la textura de la superficie. Luego despacio, con movimientos suaves y controlados nadaba un poco, siempre acotado por los carriles de cuerda que sólo podían limitar a quienes paseaban por la superficie. Después de varias brazadas comenzó a sumergirse.
Cálido.
El mundo, el tiempo, las preocupaciones, se diluían en una suave pesadez en la que la luz misma parecía frenar su impulso creador. Los sonidos simples adquirían allí el carácter de música, de susurro. La luz dibujaba telitas de plata sobre el fondo cuando danzaba con las ondulaciones del agua. Por un momento olvidó que había un mundo fuera, y sonrió. En ese instante las últimas burbujas de agua se escaparon de su boca y partieron hacia la superficie. Una presión en el pecho, una suerte de orgánica desesperación le recordó de repente que el agua no era su elemento y abandonó su inmersión para respirar con profundas bocanadas. Sobre él la lona verde improvisaba un impasible y mohoso cielo. Y afuera nada: Las piernas peludas del bañero aletargado sobre la reposera, sus hojotas y la toalla doblada sobre las mismas. Y nada. La lluvia golpeando rítmica sobre el firmamento glauco.
Tomó aire nuevamente y se sumergió en ese mar cálido y apacible. Y a desmedro del arquetípico sueño del progreso, que imagina al hombre elevándose sobre la superficie de la tierra, despegando, dominando todo los rumbos del viento, él se soñó sumergido, acunado en el regazo de un agua dulce, acogedora. Comenzó a moverse con agilidad, a girar sobre sí mismo, a sentir las caricias del agua que se deslizaba en un delicado roce contra su cuerpo. Cerró los ojos. Un universo azul se dibujó ante él, algunos destellos primero, de un celeste apagado, llegaban a la corteza de su cerebro. Y luego las formas, las piadosas formas que lo visitaban en sueños y de las que la mañana lo había privado. Era ese un tiempo sin relojes. Un tiempo sin tiempo. Era (cómo no lo había notado antes!?) un vestigio de la eternidad. El podía permanecer allí, y a su egreso nada hubiese cambiado significativamente en el mundo. Y le gustó la idea. Jugó a permanecer. Una vez más tomó aire y se internó en la profundidad, hasta tocar los pequeños azulejos del fondo. Y mientras se deslizaba ágil, sin resistencia, ingrávido, se le ocurrió que allí era invulnerable, su naturaleza se abrazaba solidaria a la naturaleza del agua, del silencio. Y se sentía en su hogar en esa paz celeste, en esa paz que atenuaba los conflictos climáticos que afuera se disputaban el cielo. Y se propuso encontrar la excusa para no tener que abandonar la pileta, para no ir a la oficina, para no tener que volver a su casa. Porque allí, solamente allí era él, desnudo, y nada atentaba contra su desnuda y cándida integridad. Era todo lo niño que quisiera, todo lo adulto que quisiera. Era todo lo que quisiera. Afuera no. Afuera había que impostar, guardar el recato. Ejercer, nombrar, definir. Cumplir. Pagar el derecho de la sonrisa ajena, pulsear por el respeto. Ceder. Fingir. Conquistar el amor, conservarlo. Afuera todo era contra natura. Pero allí, ah!, cómo le gustaría permanecer allí por siempre. Pero no. Otra vez la urgencia en el pecho que dilataba su torso desesperado. Otra vez su boca que buscaba abrirse buscando el aire. Pero, no! Resistir! Si lograba vencer ese trance, si lograba trascender esa frontera, no haría nada que lo detuviera. Después de todo no pretendía nada que pudiera molestarle a nadie, sólo permanecer allí algún tiempo. Y ahora era el corazón que parecía crecerle de golpe, martillándole el alma, un estremecimiento casi convulsivo de su cuerpo grácil. Y nada, no ceder. La libertad, pensaba, consistía en ser quien quisiera a cualquier precio. Era no ceder, era no negociar. La libertad no se negocia pensaba, con los ojos rojos de presión, crispados los dedos de las manos, como aferrándose del líquido inasible. Siempre cediendo!, “esta vez no!” - se dijo. Ora su jefe que le imponía la rigurosa tarea de producir, ora su esposa que le exigía encajar en el modelo de padre-esposo para el que lo había escogido, ora un mundo que parecía estar evaluándolo permanentemente. “No más concesiones” -se dijo,- “no más!”. Mientras su rostro adquiría una tonalidad azulina que lo mimetizaba con el fondo, él sostenía la encarnizada lucha contra los reclamos de su limitada naturaleza. Pero no podía abandonar ahora, no podía! Cómo soportaría la vergüenza de haber llegado tan lejos sin alcanzar la meta. No! Una vez en la vida tenía que ser capaz de luchar por lo que quería.
Resistir.
La luz comenzó a palidecer. Se cerraba en torno a sus ojos como un diafragma oscuro. A lo lejos, como en el fondo de un túnel, una resplandeciente luz celeste lo invitaba a avanzar. –Falta poco- pensaba, esa era la frontera, esa era la meta. Si lograba cruzarla nada lo apartaría de allí, nadie más le diría qué hacer ni quién ser. Cruzarla, pensó, y se dirigió hacia allí movido por una voluntad que ya no tenía dominio sobre su carne pálida y tiesa. Unos centímetros más y el zumbido en los oídos desaparecería, y las puñaladas que parecían cercenarle el corazón dejarían de sentirse. Y ya casi. Y por fin. Libre!... Y con una sonrisa congelada en el rostro rejuvenecido de repente se dejo hundir hacia un rincón azulejado, cerca de los raídos barrotes de la escalera que lleva a la superficie. Y nadie, absolutamente nadie, ni el inerte bañero absorto en la contemplación de un horizonte virtual, se dio cuenta de su conquista. Nadie.
Celebro la palabra -tu palabra-, volcada aquí en este espacio, que no viene a ser juzgada ni entendida sino a darse...la celebro como expresión de tu ser. La honro con mi respeto y mi lectura que no busca comprenderla sino más bien, percibirla.
ResponderEliminarCelebro la inciativa emprendida.
Y celebro ser tu primer lector y visitante!
FELICITACIONES y ÉXITOS!
Tu amiga de siempre.