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jueves, 21 de octubre de 2010

PACIENCIA

No dejes que se apague
Tu esperanza.
La lluvia sin tiempo
Esculpe...

No te agites,
Batirás el aire sin sentido.
Grita por dentro hasta quemarte,
Hasta que ardas,

El fuego bailará
Su victoria final
Y todo,
Todo!
Será lumbre.

sábado, 9 de octubre de 2010

En La Ruta

Sospecho que no hay metas
Sólo mojones en el camino.
Alicientes,
esquinas,
cruces…

Sospecho que no hay metas
Y voy tranquilo,
Callado,
Y me confundo con el camino.

Sospecho que no hay destino
Y olvido cada meta
Cada distinto nombre de la muerte.

Soy una flecha en el viento,
Un golpe que no alcanza su objetivo,
Apenas un suspiro interminable,
Una pluma que se mece en el viento
Deseando ser arrastrada lo más lejos posible.

Sospecho que soy camino
Y entiendo por fin
Que he alcanzado mi meta.

Causalidad

No todos los caminos conducen a Roma
Hay caminos que no conducen a ninguna parte
o conducen a cualquiera,
por uno de esos anduve yo
hasta que de pronto,
sin querer
me encontré en Roma

viernes, 18 de junio de 2010

Siesta ( o Gozo Sereno)

En el fondo de mi corazón
se debaten corrientes
de aguas puras
y silencios.
Aquel canto de pájaros sin plumas:
No puedo lograr que llegue hasta mí.

Tarde: Paseo del alma
que busca la paz
y una fuente que no deja de manar.

En el blanco silencio de estas horas
me derramo silvestre
por las barrancas de la brisa,
me transformo en corriente
de agua cristalina entre las piedras,
rozando la pradera
y el desierto,
rindiéndome ante el sol
que hace vapor mis gotas
confundiendo mi llanto
con la lluvia.

Afuera: el mundo.

Océano

                                          "Sus compañeros la interrogaban, burlones,
                                                       ¿has encontrado? ¿Has encontrado?
                                                         y la Sirena se limitaba a mover la cabeza
                                                         tristemente"
                                                                                          Misteriosa Buenos Aires.
                                                                                         M. Mujica Lainez


Y encuentro en tu voz,
Sirena.
La primera nota del mar.
Murmullo de olas que rompen
Sin cesar.
Te suelo escuchar a veces
Marino en tus noches
Azules,
Y escruto el horizonte
Y no te encuentro,
Y tu canto ahogado se va apagando,
Se va muriendo
Como mueren las olas
En la playa,
Como sutil caricia en su viaje de vuelta,
Definitivo.

… Y encuentro tu voz,
Sirena,
Y ya no duermo,
Porque mi corazón vela incansable
Oteando el cenit,
Marcando el rumbo,
Siguiendo la estela de espuma
Que dejan tus caderas
En el agua.

… Y escucho tu voz,
Sirena,
Pero tu mundo de algas
No es mi mundo
Y yo debo elegir:
Si respirar por siempre
Esta nostalgia
O ahogarme junto a ti
Para escuchar tu canto
Eternamente.

Madrugada


Mariposa de luz,
Nido de sombras,
En ti la casta inmensidad del mundo
Se derrama.
Bates las alas,
Diáfana caricia de viento,
Y te vas,
Y quedan tras de ti
Rastros de muerte.
Mariposa de luz
Sueñas sin sueños
En una hermosa playa donde el sol
No brilla.
A veces voy
Desnudo de promesas
Y te busco
Y encuentro tus caricias
En la arena.
A veces voy
Hacia tu oscuro nido
Sin estrellas
Y suelo despertar por la mañana
Con algo de tu sal
Entre mis manos.

viernes, 28 de mayo de 2010

Ciberpeya (Sin Red)

"Ha ocurrido un error grave, güindows apagará su equipo para evitar daños en su sistema"

Diana cibernéticatensa su arco y asesta
con la sabida destreza de su diestra
golpe fatal sobre la red, que yerta,
devuelve la palabra que retorna,
ávida de aludir,
al asombrado usuario.

Claman justicia
a un Zeus que desconoce
el tiempo y el espacio
del silicio,
Que sabe de la sangre de los bravos,
conoce el restañar de los metales
pero ni puta idea tiene
sobre güindous.

Entonces mi lenguaje se desgrana
como collar de perlas finas
por el suelo,
estériles palabras se marchitan,
como rosas cuyo olor
nadie ha sabido.

Te digo "¿cómo estas?" y ni un sonido,
ni una letra,
se salva de la noche misteriosa,
de esa nada,
de esta horrible cosa
como el averno del ciberespacio.

Cuando lo veas, tal vez ya sea tarde,
las musas que me inspiran ya habrán muerto
rendidas al capricho de circuitos,
a la conflagración secreta de las placas,
que enfrentan al Olimpo,
que escriben el nombre de sus héroes
en cintas regrabables.

Ya nada quedará de nuestra historia,
un trágico backup,
un plástico destino,
el triste desatino de las horas
que en su arbitrario compás
nos marca el bios.

Pero yo resisto las distancias,
circuitos integrados, los chips, las impedancias,
la monstruosa arquitectura que se yergue,
avergonzando a la Babel antigua,
y si no anda la pc,
en una de esas
te llamo por teléfono y te digo:
¿cómo te va Princesa?,
Y en un recodo oculto de la historia
sonreirán los dioses y las rosas
regalarán de nuevo
su perfume.

Tristeza

Te veo venir despacio,
Como quien quiere apoderarse de mis sueños,
Silente como sombra,
Sinuosa como sierpe en la maleza.
Pero has de esperar aún,
No es tu victoria.

Te reconozco oculta en la penumbra,
Sentada en mi sillón
Fumas mi pipa:
Seducen tus volutas misteriosas,
Se aferran como hiedras en el alma.
Pero has de esperar aún,
No es tu victoria.

Te bebo con el vino de la tarde:
Borrachera de ilusiones vanas,
Me amargo el paladar,
Río tu risa
Y lloro en las entrañas de la noche.
Pero has de esperar aún,
No es tu victoria.

No rendiré en tu honor el culto
De las horas muertas,
No miraré caer
Las hojas secas.
Ya no envenenarás el agua
De mi fuente.
Paséate a mi puerta si prefieres,
Susúrrame canciones melancólicas.
Pero has de esperar aún,
No es tu victoria.

Ven, siéntate a mi mesa cuando quieras,
Apágame las luces,
Entorna las ventanas,
Aguárdame en mi lecho que ya es tarde.
Pero has de esperar aún,
No es tu victoria.

Divagación

¿Existe o no
un instante de la muerte?
“Ha muerto”¿no es un tiempo inexistente?,
conjugación errónea,
displicente,
con que pretende el necio
perpetrar lo ausente
en el momento mismo de su ausencia.
Acaso sea una forma de clemencia
la pobre evocación de lo que nunca
fue presente.
Tal vez sea la manera caprichosa
de suponer que el día no fenece
sino en su ocaso.
Por caso yo sospecho que la vida
es una sucesión
de inefables muertes:
vivir es trasponer
las puertas de la propia
suerte.
¿O me dirán que existe,
indiferente
del tiempo y de las horas,
el niño que fui otrora?;
¿o que el adolescente aquel
que antes
usó mi carne apasionada
nos mira todavía
desafiante?
Afirmarán tal vez
que algún retoño
subyace en esta rosa ya marchita:
vana ilusión
creer que la finita
historia de las cosas
sólo tiene un final
antes del cual
transita el ser cual anchuroso río
y su caudal
se muda solo al fin
cuando lo abraza el mar.

Yo miro cómo el agua
se escurre entre mis dedos:
Clepsidra de pasiones muertas,
y espero que después de tantas noches
mi sombra encuentre al fin
la luz perfecta.

martes, 25 de mayo de 2010

Crónica Póstuma

La humedad era insoportable, imposible dormir. Se levantó temprano, y después de ducharse tomó una taza de mate cocido, mientras escuchaba la radio, el fatídico informativo de las 6 de la mañana.
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“ Es difícil pensar cómo serían las cosas si todo esto cambiara. Esperé tanto este momento, ¿este momento?. Tanto! Hasta la desesperación. Creo que guardaba la esperanza de que no fuese definitivo, pero, qué estúpido! ¿Cómo arrepentirse cuando uno se arroja al vacío? ¿Cómo volver atrás?...
Si pudiera detener el vértigo que me consume, o ignorar semejante altura, todo será más fácil.
Parece increíble, en tan poco tiempo, desde que salté, redimí mi historia, pude contar mis días y sanar la fiebre que me revienta las sienes con el recuerdo de mis días tranquilos (no digo felices).
No es cuestión de buscar culpables, ya no importa. Al fin y al cabo la decisión fue mía, y ya falta muy poco.
Pensé que sería peor, pero aquí estoy, viendo cómo todo empieza a tener sentido a medida que las cosas van tomando forma (si no me equivoco aquella línea negra es una vía)…
Debí haberlo pensado mejor, creo que nada es tan gris como parece: los hombres se agitan y luchan, gritan, desesperan, y sin embargo el cielo está siempre tan tranquilo; me gusta cómo el sol me entibia la frente.
No voy a llorar, ya es tarde, y no me queda más que una oportunidad: tirar de la cuerda…”
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Domingo, 6:30Hs: Junto al galpón que está detrás de la estación alguien encontró tirada la tela azul y gris de lo que parecía ser un paracaídas… Más acá, al costado de la vía, totalmente destrozado, yacía el cuerpo de un hombre joven, con los puños fuertemente apretados, aferrados a un trozo de cuerda.
6:40Hs: El pronóstico anuncia buen tiempo. No lloverá.

sábado, 22 de mayo de 2010

Alquimia

Alcides Blester abrochó su camisa y bajó al laboratorio. Cerró tras de sí la pesada puerta de madera. En la retorta hervía un líquido espeso, amarillento, turbio. Abrió el enorme libro sobre la mesa y comenzó a mezclar sustancias. Así había sido desde hace cinco años, desde que enviudó. Antes era un hombre alegre, un médico reconocido, altruista. Y tenía la particularidad de poder sanar el cuerpo y el alma, sea por la eficacia de sus medicinas, sea por la calidez de sus palabras, su capacidad de compadecerse de las dolencias ajenas.
Pero no le alcanzó para salvar a Dora, su mujer.
Era ella una mujer etérea, suave como la brisa, se movía con la gracia de las cortinas que se mecen con el viento, y olía siempre a flores.
Alcides no hablaba de ella, pero la amaba con locura, la adoraba, toda su integridad emanaba de ella, del mismo modo que los objetos reciben su forma y su color de la luz. Al morir Dora se apagó su luz.
Eso fue una mañana muy fría de agosto. La casa rezumaba de aromas. Las negras preparaban el pan, y el café y la madera de la leña danzaban en guirnaldas de perfume. Cuando llegó a desayunar, horas después de haber comenzado su tarea, el galeno notó con asombro y preocupación la ausencia de su mujer. Mandó por ella. Se escuchaban presurosos pasos por los pasillos de mármol, cuchicheos detrás de las puertas. Esperó. Pero el grito ahogado del ama de llaves lo alertó, y corrió con premura hacia su cuarto.
Lívida, tendida desnuda sobre las sábanas de seda yacía Dora. En las mesa de noche las pastillas y una nota. Mandó que todos salieran y permaneció por horas, solo, junto al cuerpo de su mujer.
No hubo despedida, ni funerales y nadie preguntó tampoco. La congoja como un pesado moho gris lo cubrió todo. Y así trascurrieron los días y las noches, como hasta hoy.
Se hablaba de locura.
Pocas veces acudía el doctor a asistir a algún enfermo, pero pocas veces también era requerido.
Pero esa mañana algo sucedió, algo a lo que aún no le encuentro explicación.
Alcides llamó al ama de llaves y dio, muy animado, instrucciones para que le preparasen el desayuno. Al cabo de un rato subió, se aseó, afeitó su barba, se acicaló como solo lo hacía cuando estaba Dora. Cundía el morbo en las miradas inquisidoras.
Se hablaba de locura.
Mandó que abriesen las ventanas y se vio una vez más al viento danzar con las cortinas.
Extrajo se su chaqueta un pequeño frasco, lo abrió apenas y se apiñaron las alondras en la ventana, el parque súbitamente se llenó de flores y una luz meridional invadió la casa.
Luego de desayunar besó al ama de llaves en la frente y se fue.
Algunos dicen que en sus largas noches de insomnio descubrió la caprichosa alquimia del alma y logró destilar allí la de su esposa.
A él no se lo vio más, pero la gente no dejaba de visitar la casa donde todo el año florecían los jazmines y cantaban las alondras.

viernes, 21 de mayo de 2010

Visita

Apareció un día, caminando despacio por el camino polvoriento, cabizbajo, vestido con harapos malolientes. Cruzó el pueblo sin levantar la vista siquiera, como si nada quisiera de nosotros. Como si nada pudiéramos darle. Creo que se estableció en la casa de Ibáñez, pero nunca nadie le preguntó si hospedaba al extraño. En general nadie le hablaba, tenía fama de parco y maleducado.
Cerca de la primavera comenzó a verse más seguido por el pueblo, aseado y bien vestido. Lo vi cambiar algunas cosas en la despensa o comprar víveres, pero no hablaba. Tímidamente comencé a saludarlo apenas con un gesto, con un ademán mezquino. Y no sabría decir si respondía o no, porque enseguida desviaba mi mirada. El extraño, como lo llamaba, había despertado, me imagino, un interés generalizado en todo el pueblo, pero a la vez lo rodeaba un halo místico, casi sagrado. Era el innombrable, tanto es así que esto que les cuento no lo hablaba yo con nadie en aquella región y nadie hacía mención en público del asunto. Creo que cada uno conjeturaba para sí un universo explicaciones.
Calculo que nos fuimos acostumbrando. Al cabo de un tiempo dejó de importarnos, y verlo en la calle era lo mismo que ver un árbol o una piedra del camino. Ya formaba parte accidental, aleatoria, del paisaje.
Comenzaron, me acuerdo, a caer las primeras hojas, el verde iba cediendo al avance de una tenue sombra ocre que acariciaba las copas, y los pasos por la calle eran denunciados por los suaves crujidos de la hojarasca. Yo iba tranquilo, solo como siempre, por la calle del limonero, la que linda con el cementerio. Era poco transitada, a decir verdad nadie iba por allí porque no conducía a ningún lado; cuando desde ese ningún lado lo vi venir. Yo en realidad iba a recoger ramitas de alcanfor del árbol que estaba justo al final de la calle. Más allá estaba la barranca, y más allá… No importa. Decía que lo vi venir. Hice el conocido ademán pero esta vez él se detuvo, me tomó del brazo, firme pero suave y me miró, y por primera vez le vi los ojos, dos enormes y profundas fuentes de un verde jade que me hipnotizaron. El estruendo ahogado de todos los mares del mundo resonó en mi alma al mismo tiempo. Y no me dijo nada. De pronto todo a mi alrededor pareció desvanecerse, el ocre y el verde se fundieron en una acuarela informe, se descorrió el telón de mi conciencia y todo se esfumó ante mis ojos.
Cuando volví en mí soplaba una brisa suave, las hojas del alcanfor danzaban con destellos tornasolados y la soledad reinada en el horizonte. Ya no estaba.
Volví sobre mis pasos y entré al cementerio, oculta entre las matas del fondo encontré la tumba.
Sobre lo que quedaba de la vieja y raída lápida un viejo retrato me devolvía de nuevo la imagen del hombre del camino, y debajo de ella una inscripción que rezaba el nombre de mi padre. Mi madre me lo nombró alguna que otra vez, pero nunca recordé su nombre.
Corté algunas flores, le traje unas ramitas de alcanfor y lloré.
Desde ese día no volví a verlo nunca más, y nadie más lo vio, si es que, ahora me lo pregunto, lo habían visto antes.

jueves, 20 de mayo de 2010

Imprevisto

No importa cuándo. Sólo sé que ocurrió y pudo haberle ocurrido a cualquiera. Sucedió más allá de la estación, cerca del puerto…
Por la noche salimos a caminar como de costumbre en el verano; íbamos abrazados en dirección al bajo, por la calle de adoquines, bajo una luna tranquila, derramada… Alejándose del centro todo parece distinto; hasta la gente. Mi ropaje de hombre auténtico me sentaba bien, de modo que hasta las tenebrosas sombras que emergían de los zaguanes me parecían amigables.
A las once en punto la campana de la estación anunció la partida del último tren y una columna de humo gris comenzó a elevarse, distorsionando tras de sí la tranquila imagen del puerto, diluyendo las siluetas de los barcos en la turbiedad del agua herida.
Noté algo distinto en su voz, nada nuevo, sólo distinto. Comenzó a decir algo acerca de una flor azul, pero yo no podía entenderla, tal vez porque había eso “distinto” en su voz. No me llamó la atención hasta que de pronto se soltó de mi mano y comenzó a correr en dirección al río, y sin darme tiempo a nada se perdió entre las sombras del puerto y el rumor del agua agitándose entre los barcos…
Matilde, asombrada de mi relato, me alcanzó el mate espumoso, bien cebado, y me miró de repente escudriñando mi rostro. Una expresión de terror se dibujó en su cara y en una incomprensible reacción corrió hacia la ventana para arrojarse al vacío. No me llamó la atención hasta que de repente se soltó de mi mano una extraña flor azul al tiempo que sonaba enloquecida la campana de la estación. Menos mal que me apuré y pude partir en el tren de las once…

Inmersión

Al principio dudó. No sabía si iría. La lluvia repiqueteaba sobre el vidrio empañado de la ventana que daba a la calle. La luz era mortecina aún. Era un amanecer dificultoso. Así pensaba, y toda esa tormenta se le antojó caprichosamente el testimonio de una lucha entre una noche que no se quería ir y un día que no negociaba su dignidad. Y allí estaba él, parado en calzoncillos frente a la ventana a través de la cual parecía mirar pero no veía. Parado frente a la ventana a través de la cual veía sólo dentro de sí mismo. Pero no podía pensar; las imágenes del sueño se revolvían en su interior, y por momentos giraban en torno a él invadiendo la habitación. La cama y el sueño, esa fugaz analogía de la muerte, lo invitaba a internarse nuevamente en su propia noche, desentendiéndose de cualquier mañana... de cualquier lucha. Pero entendió que después sería la culpa la que lo asediara, la que le punzara el alma durante el resto del día. ¿La culpa de qué?, no importa. La culpa. Cuando no hay argumentos la culpa los sugiere. Finalmente depuso la duda y optó por vestirse. Se movía lento sobre la alfombra verde de su cuarto. Estiró un poco las sábanas y el cubrecama y acometió la tarea de su aseo matutino. -Cuando cambie el tiempo y afloje un poco esta humedad de mierda voy a pintar-, pensó.
Con cierta premura armó el bolsito y partió hacia el club. Le gustaba la idea que no hubiera nadie, o casi nadie. La pileta enorme, climatizada, sólo para él. Y nadaría como quisiera, cuanto quisiera. Hasta que le piel le quedara arrugadita como un mondongo. Un adormilado bañero sentado en el extremo opuesto de la pileta, recostado en una raída reposera, lo saludó con cierto fastidio, con un ademán trabajoso, de compromiso. Pero él no reparó en eso.
Solía meterse despacio, dejando que su cuerpo se fuera adaptando a la temperatura del agua. Dejando que el agua se fuera adaptando a su cuerpo, de una manera suave, armoniosa. Sin violentar la textura de la superficie. Luego despacio, con movimientos suaves y controlados nadaba un poco, siempre acotado por los carriles de cuerda que sólo podían limitar a quienes paseaban por la superficie. Después de varias brazadas comenzó a sumergirse.
Cálido.
El mundo, el tiempo, las preocupaciones, se diluían en una suave pesadez en la que la luz misma parecía frenar su impulso creador. Los sonidos simples adquirían allí el carácter de música, de susurro. La luz dibujaba telitas de plata sobre el fondo cuando danzaba con las ondulaciones del agua. Por un momento olvidó que había un mundo fuera, y sonrió. En ese instante las últimas burbujas de agua se escaparon de su boca y partieron hacia la superficie. Una presión en el pecho, una suerte de orgánica desesperación le recordó de repente que el agua no era su elemento y abandonó su inmersión para respirar con profundas bocanadas. Sobre él la lona verde improvisaba un impasible y mohoso cielo. Y afuera nada: Las piernas peludas del bañero aletargado sobre la reposera, sus hojotas y la toalla doblada sobre las mismas. Y nada. La lluvia golpeando rítmica sobre el firmamento glauco.
Tomó aire nuevamente y se sumergió en ese mar cálido y apacible. Y a desmedro del arquetípico sueño del progreso, que imagina al hombre elevándose sobre la superficie de la tierra, despegando, dominando todo los rumbos del viento, él se soñó sumergido, acunado en el regazo de un agua dulce, acogedora. Comenzó a moverse con agilidad, a girar sobre sí mismo, a sentir las caricias del agua que se deslizaba en un delicado roce contra su cuerpo. Cerró los ojos. Un universo azul se dibujó ante él, algunos destellos primero, de un celeste apagado, llegaban a la corteza de su cerebro. Y luego las formas, las piadosas formas que lo visitaban en sueños y de las que la mañana lo había privado. Era ese un tiempo sin relojes. Un tiempo sin tiempo. Era (cómo no lo había notado antes!?) un vestigio de la eternidad. El podía permanecer allí, y a su egreso nada hubiese cambiado significativamente en el mundo. Y le gustó la idea. Jugó a permanecer. Una vez más tomó aire y se internó en la profundidad, hasta tocar los pequeños azulejos del fondo. Y mientras se deslizaba ágil, sin resistencia, ingrávido, se le ocurrió que allí era invulnerable, su naturaleza se abrazaba solidaria a la naturaleza del agua, del silencio. Y se sentía en su hogar en esa paz celeste, en esa paz que atenuaba los conflictos climáticos que afuera se disputaban el cielo. Y se propuso encontrar la excusa para no tener que abandonar la pileta, para no ir a la oficina, para no tener que volver a su casa. Porque allí, solamente allí era él, desnudo, y nada atentaba contra su desnuda y cándida integridad. Era todo lo niño que quisiera, todo lo adulto que quisiera. Era todo lo que quisiera. Afuera no. Afuera había que impostar, guardar el recato. Ejercer, nombrar, definir. Cumplir. Pagar el derecho de la sonrisa ajena, pulsear por el respeto. Ceder. Fingir. Conquistar el amor, conservarlo. Afuera todo era contra natura. Pero allí, ah!, cómo le gustaría permanecer allí por siempre. Pero no. Otra vez la urgencia en el pecho que dilataba su torso desesperado. Otra vez su boca que buscaba abrirse buscando el aire. Pero, no! Resistir! Si lograba vencer ese trance, si lograba trascender esa frontera, no haría nada que lo detuviera. Después de todo no pretendía nada que pudiera molestarle a nadie, sólo permanecer allí algún tiempo. Y ahora era el corazón que parecía crecerle de golpe, martillándole el alma, un estremecimiento casi convulsivo de su cuerpo grácil. Y nada, no ceder. La libertad, pensaba, consistía en ser quien quisiera a cualquier precio. Era no ceder, era no negociar. La libertad no se negocia pensaba, con los ojos rojos de presión, crispados los dedos de las manos, como aferrándose del líquido inasible. Siempre cediendo!, “esta vez no!” - se dijo. Ora su jefe que le imponía la rigurosa tarea de producir, ora su esposa que le exigía encajar en el modelo de padre-esposo para el que lo había escogido, ora un mundo que parecía estar evaluándolo permanentemente. “No más concesiones” -se dijo,- “no más!”. Mientras su rostro adquiría una tonalidad azulina que lo mimetizaba con el fondo, él sostenía la encarnizada lucha contra los reclamos de su limitada naturaleza. Pero no podía abandonar ahora, no podía! Cómo soportaría la vergüenza de haber llegado tan lejos sin alcanzar la meta. No! Una vez en la vida tenía que ser capaz de luchar por lo que quería.
Resistir.
La luz comenzó a palidecer. Se cerraba en torno a sus ojos como un diafragma oscuro. A lo lejos, como en el fondo de un túnel, una resplandeciente luz celeste lo invitaba a avanzar. –Falta poco- pensaba, esa era la frontera, esa era la meta. Si lograba cruzarla nada lo apartaría de allí, nadie más le diría qué hacer ni quién ser. Cruzarla, pensó, y se dirigió hacia allí movido por una voluntad que ya no tenía dominio sobre su carne pálida y tiesa. Unos centímetros más y el zumbido en los oídos desaparecería, y las puñaladas que parecían cercenarle el corazón dejarían de sentirse. Y ya casi. Y por fin. Libre!... Y con una sonrisa congelada en el rostro rejuvenecido de repente se dejo hundir hacia un rincón azulejado, cerca de los raídos barrotes de la escalera que lleva a la superficie. Y nadie, absolutamente nadie, ni el inerte bañero absorto en la contemplación de un horizonte virtual, se dio cuenta de su conquista. Nadie.