Apareció un día, caminando despacio por el camino polvoriento, cabizbajo, vestido con harapos malolientes. Cruzó el pueblo sin levantar la vista siquiera, como si nada quisiera de nosotros. Como si nada pudiéramos darle. Creo que se estableció en la casa de Ibáñez, pero nunca nadie le preguntó si hospedaba al extraño. En general nadie le hablaba, tenía fama de parco y maleducado.
Cerca de la primavera comenzó a verse más seguido por el pueblo, aseado y bien vestido. Lo vi cambiar algunas cosas en la despensa o comprar víveres, pero no hablaba. Tímidamente comencé a saludarlo apenas con un gesto, con un ademán mezquino. Y no sabría decir si respondía o no, porque enseguida desviaba mi mirada. El extraño había despertado, me imagino, un interés generalizado en todo el pueblo, pero a la vez lo rodeaba un halo místico, casi sagrado. Era el innombrable, tanto es así que esto que les cuento no lo hablaba yo con nadie en aquella región y nadie hacía mención en público del asunto. Creo que cada uno conjeturaba para sí un universo de explicaciones.
Calculo que nos fuimos acostumbrando. Al cabo de un tiempo dejó de importarnos, y verlo en la calle era lo mismo que ver un árbol o una piedra del camino. Ya formaba parte accidental, aleatoria, del paisaje.
Comenzaron, me acuerdo, a caer las primeras hojas, el verde iba cediendo al avance de una tenue sombra ocre que acariciaba las copas, y los pasos por la calle eran denunciados por los suaves crujidos de la hojarasca. Yo iba tranquilo, solo como siempre, por la calle del limonero, la que linda con el cementerio. Era poco transitada, a decir verdad nadie iba por allí porque no conducía a ningún lado; cuando desde ese ningún lado lo vi venir. Yo en realidad iba a recoger ramitas de alcanfor del árbol que estaba justo al final de la calle. Más allá estaba la barranca, y más allá… No importa. Decía que lo vi venir. Hice el conocido ademán pero esta vez él se detuvo, me tomó del brazo, firme pero suave y me miró, y por primera vez le vi los ojos, dos enormes y profundas fuentes de un verde jade que me hipnotizaron. El estruendo ahogado de todos los mares del mundo resonó en mi alma al mismo tiempo. Y no me dijo nada. De pronto todo a mi alrededor pareció desvanecerse, el ocre y el verde se fundieron en una acuarela informe, se descorrió el telón de mi conciencia y todo se esfumó ante mis ojos.
Cuando volví en mí soplaba una brisa suave, las hojas del alcanfor danzaban con destellos tornasolados y la soledad reinada en el horizonte. Ya no estaba. Volví sobre mis pasos y entré al cementerio, oculta entre las matas del fondo encontré la tumba. Sobre lo que quedaba de la vieja y raída lápida un viejo retrato me devolvía de nuevo la imagen del hombre del camino, y debajo de ella una inscripción que rezaba el nombre de mi padre. Mi madre me lo nombró alguna que otra vez, pero nunca recordé su nombre.
Corté algunas flores, le traje unas ramitas de alcanfor y lloré.
Desde ese día no volví a verlo nunca más, y nadie más lo vio, si es que, ahora me lo pregunto, alguien más lo había visto antes.
A.K 26/7/2012
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