"...Entonces el Señor Dios modeló con arcilla del suelo a todos los animales del campo y a todos los pájaros del cielo, y los presentó al hombre para ver qué nombre les pondría. Porque cada ser viviente debía tener el nombre que el hombre le pusiera..." Gn 2,19-20
viernes, 2 de agosto de 2013
Providencia
30 de mayo de 2013 a la(s) 11:01
Una vez que se le hubo otorgado el regalo precioso de la vida, concebido ya en el vientre, puesta en marcha la irrenunciable pulsión ontológica, detonada la fugaz explosión de la conciencia, notaron los dioses el más inexplicable e inaceptable de los errores. Juan (tal el caprichoso nombre que le impusieran) no tendría sombra. Por más que hurgaron en los confines de la creación, al borde de la nada que agoniza ante la luz primordial, por más que intentaron arrebatarla de las entrañas del algún agujero negro, no les fue posible obtenerla. La minuciosa exactitud del universo, el propósito divino que rige todas las cosas, había ubicado todo en el lugar exacto que tenía que ocupar. No era posible hacer modificaciones sin alterar el delicado equilibro que sostiene la existencia, habría que deshacer todo lo hecho hasta ahora, ovillar el tiempo, condensar el espacio ya expandido y reducirlo a una partícula inferior al grano de mostaza. Ni pensarlo. Preocupados debatieron soluciones menos complejas: Hacerlo nacer cerca de algún polo geográfico, así, por lo menos, permanecería la mitad del año a oscuras. ¿Qué le hace una sombra menos a la noche? Pero los restantes seis meses a la luz del día agudizarían el problema. O en el seno frondoso de la selva, confundido en la hojarasca, rodeado de alimañas sin raciocinio ¿quién lo notaría?… Pero ninguna idea resultaba convincente. Y mientras seguían devanándose los sesos, con esa parsimonia propia de los dioses, Juan nacía y se desarrollaba. Curiosamente nadie reparó en su defecto. Y así, sin sobresaltos, transcurrieron su infancia y su juventud, concluyó sus estudios primarios, luego la secundaria, incluso cursó algunas materias de agronomía; hasta que al fin se casó con Gladys y se fue a vivir a Chivilcoy. A la edad de cuarenta años, los médicos le diagnosticaron una rara enfermedad y lo desahuciaron. Sus familiares pusieron el grito en el cielo, visitaron chamanes, curanderos, le untaron ungüentos, le hicieron comer bichos, tomar orina, repetir mantras, organizaron cadenas de oración… Tanto alboroto llamó la atención de los dioses, que se miraron como diciendo: “¡Qué macana, se dieron cuenta!”. Haciendo uso de su todopoderosidad, manipulando los misteriosos hilos que tejen los acontecimientos, aprovecharon el descuido de un incauto transeúnte que sucumbió atropellado por un desvencijado camión, en una olvidada calle de Calcuta; y dispusieron de su sombra. Adaptada y configurada a la anatomía de Juan, finalmente le fue otorgada. Dos días después, sin haber hecho uso de la misma, falleció en la habitación 103 del hospital regional. Los improperios y blasfemias de los indignados familiares no tardaron en llegar a oídos de los dioses, quienes concluyeron inapelablemente: “Estas miserables y desagradecidas criaturas , se han vuelto incapaces de reconocer milagros”. Y a partir de allí decidieron permanecer indiferentes, para siempre, a la suerte de los hombres.
Nota: Algunas fuentes cuestionan la veracidad de la historia, otros afirman haber detectado un error cronológico, siendo que el mismo relato consta en unos escritos hallados cerca del mar muerto, haciendo referencia a una época en que las personas no se llamaban Juan, ni existía Chivilcoy, ni Calcuta, ni camiones que la transitaran. Para mí, todos estos detalles, son irrelevantes.
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