Anoche, mientras cocinaba miré a mi gato por la ventana. Caminaba indiferente sobre la medianera. Esbelto, desafiante.
Recuerdo cuando lo encontramos en la calle, abandonado. Pequeño y juguetón se acercó a mis zapatos, jugueteó con los cordones y enamoró a mi esposa. Inmediatamente lo recogimos y lo trajimos a casa. Su suerte cambió ese día, lo separó de la suerte colectiva de los demás gatos.
Ya ha pasado un tiempo, se adaptó a la rutina doméstica pero no dejó de dar muestras de que es dueño de su libertad. Nunca negó su naturaleza animal. No obstante disponer siempre de su alimento balanceado y de las golosinas para mascotas con las que a menudo lo mimamos, cada vez que puede, caza un pájaro, una lagartija o cualquier alimaña que se le cruce, y la exhibe irreverente, ante nuestros ojos.
No agradece. No se sabe rescatado ni demuestra haberlo necesitado. Pero es feliz, no por lo que le damos, ni por lo que creemos haberle dado. Es feliz porque es gato todo lo que le es posible.
Esta tarde pasé por un templo, oscuro y lúgubre como son los templos. De allí salía el ejército de los salvados, con gesto adusto, con su uniformada sonrisa de complacencia, todos, en el atrio, lamían la mano de su amo.
En ese momento recordé la ingratitud de mi gato, y la celebré
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