Los vio cuando volvía del kiosco. Hacía mucho calor y había ido a comprar una bebida.
Se detuvo unos metros antes, más bien aminoró la marcha, pero avanzó como indiferente, como si no hubiera nada que llamara la atención.
Uno de los tipos, de bigote blanco, con cara de bueno, lo miró. Pero lo miró mansamente. Como si esperara el cruce de su mirada para decirle “¿cómo le va, vecino?” o algo así. Pero él se hizo el distraído, y cuando se alejaron un poco, entró.
Las puertas estaban abiertas, pero todo estaba en orden.
Nada más un vacío. Una ausencia. Un silencio.
Y no dijo nada.
Cerró cuidadosamente la casa y suspiró. Era cuestión de adaptarse. “Hoy estamos, mañana no estamos” pensó. Y esa noche durmió solo, en una cama que le resultaba enorme. En una oscuridad que era como un pozo, en cuyo fondo veía la cara del tipo del bigote blanco.
Despertó sobresaltado de un duermevela tenue.
Tal vez todo haya sido una pesadilla, pensó. Pero el vacío a su lado corroboró la triste realidad.
Pronto arreciará el dolor, seguro. Esa fría daga que uno no puede quitarse nunca. Ese signo de la ausencia absurda y sin sentido. Esa pregunta que sangra. Pero mientras tanto había que preocuparse.
-Van a venir por mí- se dijo! Y la penumbra se pobló de ojos que lo espiaban. Y un miedo sordo trepó por su columna.
Despacio, muy despacio, se acercó a la ventana, corrió lentamente la cortina y miró hacia afuera.
La vecina linda del departamento de adelante baldeaba la vereda. La risa socarrona del tipo del fondo danzaba en el aire con el olor del asado riguroso del domingo.
Era de día. La oscuridad la había instalado él.
Pero el tipo de bigote no estaba. Al menos no se veía por ningún lado.
Y así fueron pasando los días. El hombre no aparecía, y ella tampoco. Pero, ¿cómo va a volver alguien que no fue dado por ido? Porque el problema es que él rellenó la memoria con un presente imaginario. El problema acá no es el olvido, sino la caprichosa presencia impuesta al que ya no está.
Y esto fue hace más de treinta años. Ahora camina ayudado por un bastón y ya no teme, porque sospecha que el tipo del bigote blanco, o de la barba, o de la boina (muy bien no se acuerda), ya se habrá muerto. Y ella, ella ya no tiene rostro. Ya no suena su voz en el recuerdo. Ya no la reconoce en ningún perfume, ni en la huella tibia que quedó en la cama.
En una de esas, por ahí, ni siquiera la conoció nunca. Y aún lo espera en alguna esquina, con ese saquito negro que nunca usó, y esos ojitos lindos que nunca lo miraron. Por eso él camina, ayudado por su bastón, alrededor del cuarto, en el hospicio aquel donde lo llevaron dos hombres vestidos de blanco hace más de treinta años, mientas ella lo miraba por la ventana, con sus ojos llenos de agua y de dolor.
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