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domingo, 21 de abril de 2013

ESTOCOLMO

Hace rato que estamos acá. Nos trajeron a la fuerza, pero ahora nadie se quiere ir. Las primeras lunas y la soledad (porque éramos muchos, pero estábamos solos), nos llenaban de angustia. Era una angustia plateada, azulina. Una angustia iluminada por el plenilunio, entra las ramas y las hojas, entre la enloquecida música de los bichos nocturnos, que parecían hablar entre ellos, de nosotros.
Y uno al principio se resiste. Aunque más no sea con las miradas, con una leve dilación en acatar una orden. Uno se resiste todo lo que puede resistirse con un fusil apuntándole a la cabeza.
Pasado un tiempo comprendimos que de nada servía la resistencia. Que el único enemigo temible era la naturaleza. Y digo el único, porque no es enemigo aquel que definitivamente no podemos enfrentar. No es enemigo, es eventualidad, fatalidad o suerte. Víctimas y victimarios compartíamos la misma desgracia. La selva nos devoraba a todos. Nos hermanaba.
La diversidad de roles nos daba algo de humanidad. Comandante, teniente, soldado, prisionero, sólo eran matices de una gran ficción, la gran mentira del poder.
Una semana atrás la fiebre consumió a uno de los soldados. En sus últimas horas le hablaba a su hijito, a pesar de que hacía al menos cinco años que no lo veía. Pero le hablaba como si estuviera allí, le acariciaba los rulos, miraba a su mujer, -cuánto te extrañé- le decía… y se fue apagando despacio. Se lo llevó la noche. Levantamos campamento en silencio, nos fuimos hacia quién sabe dónde. Era como meternos cada vez más adentro de las fauces de la selva, un monstruo insaciable que no acababa nunca de devorarnos.
Y ya no recuerdo cuántas lunas más pasaron. Hubo inviernos y veranos. El antes se diluía como un sueño confuso. Los recuerdos de allá se iban sustituyendo por los recuerdos de acá. No nos quedaba mucho que extrañar. Nadie sabía por qué ni para qué, pero seguíamos caminando, como hormigas en la hojarasca. Como hormigas flacas y negras.
Dormíamos donde nos pillaba la noche. Al amanecer a veces faltaba alguno de nosotros. Pero no había que preguntar. Algunos aseguraban que los habían soltado, otros, que estaban muertos. La única garantía, lo único que nos daba seguridad, era seguir estando. Y seguir estando se convirtió en la premisa fundamental, en el objetivo.
No había que destacarse demasiado, pero tampoco valía ser anónimo. O eras una amenaza, o eras prescindible.
En los pocos momentos de recreación que teníamos, me sentaba contra un árbol, cerraba los ojos, y me iba a algún lugar lejano, preferentemente una playa. Me quedaba solo, tomando sol, mirando la marea lamer la arena. Volvía en mí cuando sonaba el silbato que nos ordenaba marchar. Ya casi nadie hablaba con nadie. No había nada que compartir. No había nada que fuera propio. Todos éramos de la selva, éramos del miedo, de la desidia, de la muerte.
Lo último que se murió fue la esperanza. Fue lo último, pero se murió al fin. Ojo: que se muera la esperanza no significa que uno deje de creer que lo que espera va a llegar. No. Es muy distinto. Quiere decir que uno ya no espera. Y la verdad –lamento lo que voy a decir- la verdad, no sé si es tan malo. ¿No es acaso una forma de desapego?. Cuando dejé de esperar dejé de sufrir. La hierba cobró otro color, el aire, la lluvia, el frio, el calor,… Olvidé el hastío de contar los días. Olvidé el lenguaje, los sueños, la voluntad.
A pesar de todo latíamos al unísono. Éramos como una colonia de insectos, como una colmena, que destilaba una miel amarga. Pero nada diferenciaba nuestra conducta de la de los insectos.
Diez años dicen algunos, otros doce o quince.
Yo no me acordaba ni como era. No me imaginaba mi rostro debajo de la barba. Tampoco me importaba demasiado. Pero se escuchó la explosión, los soldados corrieron, el comandante , abatido, respiraba burbujas de sangre. Los disparos fueron cesando. Recuerdo que nos miramos aterrados. Algunos se agarraban la cabeza.
Todo pasó muy rápido. Los helicópteros de la cruz roja. Los soldados. Las cámaras, las luces. Las preguntas. Un mar de palabras sin sentido.
Hace casi un año que me arrebataron de mi mundo. Toda esta gente me mira raro. Y preguntan.
Y yo no sé qué contestarles. Tengo miedo.
¿Querido, te sentís bien?, ¿papá, te ayudo a vestirte?... No sé si pueda soportar esta vida, con tantas reglas, con absurdas exigencias. Acovachado entre estas paredes que llaman hogar. Anoche tuve, otra vez, un vestigio de esperanza. Se encendió como una luz, una pequeña chispa, y rogué que alguien, pronto, me rescate y me lleve a mi selva. Y sonreí.
El joven sentado en la otra punta de la mesa me vio y exclamó: ¡Papá, volviste!
Alejandro Javier Kellinger  el domingo, 21 de abril de 2013 a la(s) 1:10

MEMORIAL

Él vio como se la llevaban, pero no dijo nada. Los vio salir por el pasillo, despacio, la arrastraban un poco, llevaba sus piernas algo recogidas y una bolsa de tela negra en la cabeza.

Los vio cuando volvía del kiosco. Hacía mucho calor y había ido a comprar una bebida.
Se detuvo unos metros antes, más bien aminoró la marcha, pero avanzó como indiferente, como si no hubiera nada que llamara la atención.

Uno de los tipos, de bigote blanco, con cara de bueno, lo miró. Pero lo miró mansamente. Como si esperara el cruce de su mirada para decirle “¿cómo le va, vecino?” o algo así. Pero él se hizo el distraído, y cuando se alejaron un poco, entró.

Las puertas estaban abiertas, pero todo estaba en orden.
Nada más un vacío. Una ausencia. Un silencio.
Y no dijo nada.
Cerró cuidadosamente la casa y suspiró. Era cuestión de adaptarse. “Hoy estamos, mañana no estamos” pensó. Y esa noche durmió solo, en una cama que le resultaba enorme. En una oscuridad que era como un pozo, en cuyo fondo veía la cara del tipo del bigote blanco.
Despertó sobresaltado de un duermevela tenue.
Tal vez todo haya sido una pesadilla, pensó. Pero el vacío a su lado corroboró la triste realidad.
Pronto arreciará el dolor, seguro. Esa fría daga que uno no puede quitarse nunca. Ese signo de la ausencia absurda y sin sentido. Esa pregunta que sangra. Pero mientras tanto había que preocuparse.
-Van a venir por mí- se dijo! Y la penumbra se pobló de ojos que lo espiaban. Y un miedo sordo trepó por su columna.
Despacio, muy despacio, se acercó a la ventana, corrió lentamente la cortina y miró hacia afuera.
La vecina linda del departamento de adelante baldeaba la vereda. La risa socarrona del tipo del fondo danzaba en el aire con el olor del asado riguroso del domingo.
Era de día. La oscuridad la había instalado él.
Pero el tipo de bigote no estaba. Al menos no se veía por ningún lado.

Salió a la calle ese día, tratando de rearmar su rutina. Si nadie le preguntara por ella todo estaría bien, de modo que se adelantó a las circunstancias, y hasta improvisó charlas donde la nombraba aunque nadie le preguntara. Tal vez la negación sea un antídoto contra la ausencia. Capaz de tanto nombrarla, termine estando acá.
Y así fueron pasando los días. El hombre no aparecía, y ella tampoco. Pero, ¿cómo va a volver alguien que no fue dado por ido? Porque el problema es que él rellenó la memoria con un presente imaginario. El problema acá no es el olvido, sino la caprichosa presencia impuesta al que ya no está.
Y esto fue hace más de treinta años.  Ahora camina ayudado por un bastón y ya no teme, porque sospecha que el tipo del bigote blanco, o de la barba, o de la boina (muy bien no se acuerda), ya se habrá muerto. Y ella, ella ya no tiene rostro. Ya no suena su voz en el recuerdo. Ya no la reconoce en ningún perfume, ni en la huella tibia que quedó en la cama.
En una de esas, por ahí, ni siquiera la conoció nunca. Y aún lo espera en alguna esquina, con ese saquito negro que nunca usó, y esos ojitos lindos que nunca lo miraron. Por eso él camina, ayudado por su bastón, alrededor del cuarto, en el hospicio aquel donde lo llevaron dos hombres vestidos de blanco hace más de treinta años, mientas ella lo miraba por la ventana, con sus ojos llenos de agua y de dolor.

Alejandro Javier Kellinger  el viernes, 19 de abril de 2013 a la(s) 16:19

 

Equinoccio


Huevos, cruz, conejo, sepulcro, rosca

Resurrección, chocolate, fiesta.

El cosmos realiza la misma danza

Hace milenios.

Cristos, Krishnas, Budas, Horus,

Mitras, Dionisios, Bacos, aún lo ignoran.

 
Sin abarrotadas liturgias

El sol

Vuelve a salir cada mañana,

Y la primavera retorna año tras año.

 
Pero salvo nosotros

Seres de polvo,

Mortales,

Nadie lo sabe.

 
Y todo renace

Cada vez

Pero nos vamos

Con la pregunta todavía abierta.

 
Esta desesperada ansia de volver

Nos ha condenado

a la esperanza.

Sospecha

Un sueño es la vigilia
En medio de la nada oscura
El mundo, sugestión del universo.
Un sueño que se sueña por sí mismo....
Tal vez yo ni siquiera haya existido
Y no lo sepa.
 
Ya casi no me creo,
Sospecho que,
Más bien soy un invento
De tus ojos,
y acaso seas capricho
de los míos.

 Alejandro Javier Kellinger  el jueves, 28 de marzo de 2013 a la(s) 16:41