Y uno al principio se resiste. Aunque más no sea con las miradas, con una leve dilación en acatar una orden. Uno se resiste todo lo que puede resistirse con un fusil apuntándole a la cabeza.
Pasado un tiempo comprendimos que de nada servía la resistencia. Que el único enemigo temible era la naturaleza. Y digo el único, porque no es enemigo aquel que definitivamente no podemos enfrentar. No es enemigo, es eventualidad, fatalidad o suerte. Víctimas y victimarios compartíamos la misma desgracia. La selva nos devoraba a todos. Nos hermanaba.
La diversidad de roles nos daba algo de humanidad. Comandante, teniente, soldado, prisionero, sólo eran matices de una gran ficción, la gran mentira del poder.
Una semana atrás la fiebre consumió a uno de los soldados. En sus últimas horas le hablaba a su hijito, a pesar de que hacía al menos cinco años que no lo veía. Pero le hablaba como si estuviera allí, le acariciaba los rulos, miraba a su mujer, -cuánto te extrañé- le decía… y se fue apagando despacio. Se lo llevó la noche. Levantamos campamento en silencio, nos fuimos hacia quién sabe dónde. Era como meternos cada vez más adentro de las fauces de la selva, un monstruo insaciable que no acababa nunca de devorarnos.
Y ya no recuerdo cuántas lunas más pasaron. Hubo inviernos y veranos. El antes se diluía como un sueño confuso. Los recuerdos de allá se iban sustituyendo por los recuerdos de acá. No nos quedaba mucho que extrañar. Nadie sabía por qué ni para qué, pero seguíamos caminando, como hormigas en la hojarasca. Como hormigas flacas y negras.
Dormíamos donde nos pillaba la noche. Al amanecer a veces faltaba alguno de nosotros. Pero no había que preguntar. Algunos aseguraban que los habían soltado, otros, que estaban muertos. La única garantía, lo único que nos daba seguridad, era seguir estando. Y seguir estando se convirtió en la premisa fundamental, en el objetivo.
No había que destacarse demasiado, pero tampoco valía ser anónimo. O eras una amenaza, o eras prescindible.
En los pocos momentos de recreación que teníamos, me sentaba contra un árbol, cerraba los ojos, y me iba a algún lugar lejano, preferentemente una playa. Me quedaba solo, tomando sol, mirando la marea lamer la arena. Volvía en mí cuando sonaba el silbato que nos ordenaba marchar. Ya casi nadie hablaba con nadie. No había nada que compartir. No había nada que fuera propio. Todos éramos de la selva, éramos del miedo, de la desidia, de la muerte.
Lo último que se murió fue la esperanza. Fue lo último, pero se murió al fin. Ojo: que se muera la esperanza no significa que uno deje de creer que lo que espera va a llegar. No. Es muy distinto. Quiere decir que uno ya no espera. Y la verdad –lamento lo que voy a decir- la verdad, no sé si es tan malo. ¿No es acaso una forma de desapego?. Cuando dejé de esperar dejé de sufrir. La hierba cobró otro color, el aire, la lluvia, el frio, el calor,… Olvidé el hastío de contar los días. Olvidé el lenguaje, los sueños, la voluntad.
A pesar de todo latíamos al unísono. Éramos como una colonia de insectos, como una colmena, que destilaba una miel amarga. Pero nada diferenciaba nuestra conducta de la de los insectos.
Diez años dicen algunos, otros doce o quince.
Yo no me acordaba ni como era. No me imaginaba mi rostro debajo de la barba. Tampoco me importaba demasiado. Pero se escuchó la explosión, los soldados corrieron, el comandante , abatido, respiraba burbujas de sangre. Los disparos fueron cesando. Recuerdo que nos miramos aterrados. Algunos se agarraban la cabeza.
Todo pasó muy rápido. Los helicópteros de la cruz roja. Los soldados. Las cámaras, las luces. Las preguntas. Un mar de palabras sin sentido.
Hace casi un año que me arrebataron de mi mundo. Toda esta gente me mira raro. Y preguntan.
Y yo no sé qué contestarles. Tengo miedo.
¿Querido, te sentís bien?, ¿papá, te ayudo a vestirte?... No sé si pueda soportar esta vida, con tantas reglas, con absurdas exigencias. Acovachado entre estas paredes que llaman hogar. Anoche tuve, otra vez, un vestigio de esperanza. Se encendió como una luz, una pequeña chispa, y rogué que alguien, pronto, me rescate y me lleve a mi selva. Y sonreí.
El joven sentado en la otra punta de la mesa me vio y exclamó: ¡Papá, volviste!
Alejandro Javier Kellinger el domingo, 21 de abril de 2013 a la(s) 1:10